EL VINO EN LA ANTIGÜEDAD
El vino es tan antiguo que no se desconoce su origen. La Biblia dice que Noé fue el primero a quien se le ocurrió beber zumo de la uva. Los egipcios, según cuentan Herodoto y Diodoro de Sicilia, aportaron un cuidado especial en la elaboración del vino. De ellos aprendieron los hebreos, asignando al vino un nivel tal que el Talmud lo elogia de la siguiente manera: “El vino es el mejor de los medicamentos. Donde haya vino no precisan los remedios farmacéuticos”. Era tal la consideración que la vendimia se celebraba con festejos.
Homero, Aquiles, Hipócrates y otros enaltecieron el vino, recomendándolo como una panacea. El célebre Ateneo de Cos demostró la excelencia de los vinos griegos, compitiendo con los de Chía y Lesbos. A tanto llegó el sibaritismo de los griegos que crearon el primer centro de investigación sobre el fraude de los vinos y su composición.
Alejandro el Grande, aprendió en Persépolis y Babilonia a comer y beber. Sus orgías eran tan grandiosas que han llegado hasta nuestro días. Una noche ofreció un premio al que bebiera más. Fueron tales los excesos que treinta y seis de sus invitados murieron al día siguiente. Los vinos griegos más famosos fueron los de Chía y los de Psar. Ateneo decía que los vinos griegos ayudaban a la digestión, eran generosos y alimenticios.
Galianoi menciona los de Asia. Estos, envasados en ánforas, eran colgados de las chimeneas hasta que se secaban por evaporación, quedando más duros que la sal. Aristóteles cuenta que los vinos de la Arcadia se dejaban secar en pellejos y que para beberlos había que diluirlos con agua, pero que tan solo se podían secar los vinos dulces y poco fermentados. También se conservaban en tinajas cuya capacidad era de unos veintiocho litros, o en pellejos, donde el vino, a la larga, se secaba y había que rascarlo y diluido con agua para poder bebérselo.
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