
Los druidas no formaban una casta hereditaria, sino que eran un clero elegido entre los más capaces, encabezado por un pontífice supremo con una autoridad ilimitada. No pagaban impuestos y no iban a la guerra, actuaban como jueces, dirigían los litigios y sus fallos debían ser aceptados so pena de que al infractor se le prohibiese realizar sacrificios. Quien incurría en esta prohibición era rebajado al grado de impío y criminal.
Los druidas también eran consultados en asuntos de guerra y diplomacia, y se ocupaban de la instrucción de la nobleza. Regulaban las ceremonias y fiestas religiosas, estudiaban el movimiento del sol y la luna, y establecían el calendario de acuerdo a ello. Parte de su poder radicaba en la magia, que podían utilizar para la adivinación, para la invocación de fenómenos meteorológicos y para las curaciones.
La medicina se basaba en la magia, y su elemento fundamental era el muérdago, símbolo sagrado de la inmortalidad, que recolectaban en invierno el sexto día de la luna. Un sacerdote vestido de blanco cortaba la planta con una hoz de oro y la depositaba en un manto blanco, momento en el que eran inmolados dos toros blancos. Creían que el muérdago tomado en la bebida daba fecundidad a los animales estériles y era un remedio contra todos los venenos.