11 de octubre de 2016

LA MUERTE EN LA ANTIGUA ROMA


 
La relación de los romanos con los muertos era una mezcla de miedo y adoración. El entierro era una de las grandes ceremonias solemnes, a la que asistían todos los miembros de la familia del difunto, incluidos los antepasados difuntos, que estaban identificados por unas máscaras de cera que los familiares tenían, durante todo el año, en sus casas.

Las procesiones funerarias en la Antigua Roma eran distintas según la categoría del difunto, siempre iban acompañadas de plañideras, músicos y toda la familia. Una parte muy importante del funeral era el “panegírico”, que consistía en un recitado sobre la vida del difunto.

Los “manes” eran los espíritus de los antepasados muertos, a los que invocaban para obtener su compasión. Creían que si no había alguien que se acordase de ellos e hiciese ofrendas en sus tumbas y las cuidase, sus almas andarían errantes y no encontrarían la paz, llegando a convertirse en espíritus de influencia negativa. Para evitarlo, una vez al año, en las fiestas funerarias, ofrecían en sus tumbas alimentos y bebidas, regalos y flores.

No todos los espíritus de los muertos eran propicios por el hecho de acordarse de ellos. Los “lémures” representaban funciones diferentes a las de los manes. Eran espectros malévolos que podían hacer daño y atormentar a los vivos. Con el fin de alejarlos de la casa y sus habitantes, el padre, a media noche de los días 9, 11 y 13 de mayo, después de lavarse las manos en señal de purificación, echaba puñados de habas negras hacia atrás para que les sirviese de alimento y así calmarlos.

Algo parecido sucedía con las larvas, que eran los espíritus de los criminales y de las personas que habían muerto de manera trágica. Actuaban sobre los vivos produciéndoles trastornos mentales, que intentaban curar haciendo exorcismos, realizándolos la propia familia o con la intervención de algún hechicero, que pronunciaba las palabras de conjuro, aplicándole al mismo tiempo alguna pócima mágica.

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