9 de enero de 2016

INTERROGATORIO A LOS HEREJES


Según cuenta Bernard Gui (1261-1331), que era un célebre inquisidor, la caza de herejes seguía los siguientes pasos:

Desde el primer momento que se tenía alguna sospecha o denuncia, el inquisidor lo citaba a comparecer ante él en Toulouse. Por lo general, era el cura quién recibía la citación, y era el encargado de visitar a su feligrés para comunicárselo. El domingo siguiente, en ocasiones durante tres domingos seguidos, informaba a los habitantes durante la misa mayor.

Si la persona inculpada no comparecía, sufría una excomunión provisoria, que se volvía definitiva después de una nueva citación sin respuesta. Sus vecinos debían de dejar de hablar con esa persona, y, bajo sanciones, tenían que decir donde se escondía. La citación sólo se utilizaba en el caso de personas que podían ser dejados en libertad provisional. En los otros casos era el poder civil el encargado de arrestar a los acusados. Todos los gastos estaban a cargo del sospechoso, incluyendo la comida mientras duraba su estancia en prisión.

A continuación, el inquisidor procedía a interrogar al detenido, ayudado por dos religiosos. Un notario redactaba el acta de los testimonios. La culpa se podía demostrar de dos maneras: por la confesión del sospechoso o por la declaración de testigos. Si las declaraciones de los testigos no coincidían, el juez se limitaba a comprobar que estuvieran de acuerdo con las cosas importantes. Sólo él tenía la facultad de decidir si podían aceptarse los testimonios.

Se prefería la confesión del acusado a la prueba de los testigos. Para conseguirla, existían diversos medios de coacción. Se recomendaba a los prisioneros que se convirtieran y denunciaran a sus partidarios. El miedo a la tortura provocaba rápidas confesiones de culpa y los inquisidores condenaban a la hoguera después de un corto interrogatorio. 

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