LOS LOROS DISFRAZADOS (LEYENDA ECUATORIANA)
Los ancianos de una tribu de Ecuador relatan como dos
hermanos se salvaron de morir ahogados durante un gran diluvio.
En una gran montaña de Ecuador, cuando las lluvias causan
inundaciones, su cima se eleva hacia el cielo y parece una isla que nunca se
sumerge. A esta montaña fue a la que subieron los dos hermanos, cuando el gran
diluvio desbordó ríos y mares. Estos niños se llamaban Chonta y Pila.
Cuando se dieron cuenta que el mar empezaba a cubrir la
tierra, Chonta cogió la mano de Pila y corrieron hacia la cumbre, que los salvó
de ahogarse. La montaña temblaba y los niños tuvieron que agarrarse a las
raíces y las rocas para no salir rodando hasta los barrancos.
Cuando pasó la lluvia, los niños se asomaron a mirar los
valles y vieron que estaba todo cubierto de agua. No podían bajar hasta lo que
había sido su cabaña, emprendieron la marcha y encontraron una cueva que les
serviría de refugio. Salieron a buscar algo para comer, pero sólo encontraron
hierbas y raíces. Caminaban entre las rocas, levantando las piedras, para
encontrar algún animal, o algo comestible, pero no había nada.
Una tarde, al caer el sol, llegaron a la cueva, desesperados
por la falta de comida. De pronto, la niña vio sobre la piedra donde machacaban
las raíces, un mantel de hojas frescas y encima de ellas, frutas, carnes,
verduras, etc. Después de comerse esos manjares, se pusieron a dormir.
En sueños oyeron gritos y risas de los guacamayos, que
habitan en las oscuras selvas de los valles. A partir de ese día no necesitaron
moverse para encontrar comida, esos misteriosos seres se la llevaban cada día. Nunca
los veían, sólo iban cuando los niños dormían o se alejaban de la cueva.
Muertos de curiosidad por saber quiénes eran lo que les
proporcionaban la comida, pensaron en esconderse cerca de las rocas para
averiguarlo. Antes del amanecer se escondieron junto a la cueva. Después de
unas horas esperando, el sol empezó a calentar las rocas y a los niños les dio
sueño.
De repente, algo los sobresaltó, eran los gritos y aleteos
de unos enormes guacamayos. Eran unos guacamayos extraños, sus plumas de brillantes
colores no relucían. Enseguida se dieron cuenta de que los loros estaban
vestidos con delantales y gorros de cocineros. A los niños les dio tanta risa
que no pudieron seguir escondidos.
Los loros se enfadaron de sus carcajadas y sus burlas. Tampoco
les gusto ser descubiertos. Con las plumas erizadas y los ojos chispeantes
volaron lejos, llevándose la comida.
Los niños siguieron riendo, pero al darse cuenta de que los
guacamayos no volvían, ni ese día, ni en los días posteriores, se dieron cuenta
entonces de su ingratitud y su falta de educación. Con las últimas fuerzas que
les quedaban, gritaron pidiendo perdón a los guacamayos por haberlos espiado y
por reírse de ellos.
Al día siguiente, los guacamayos regresaron, esta vez no
llevaban sus trajes de cocineros sino que lucían sus bellos plumajes. Los niños
crecieron y engordaron con la excelente alimentación que les proporcionaban sus
nuevos amigos.
Todas las tardes se asomaban a los abismo para comprobar si
el agua bajaba en los valles, así se dieron cuenta que poco a poco se volvían a
formar los ríos, los lagos y los mares, la tierra se secaba y volvían a surgir
las selvas.
Un día, los niños, decidieron regresar al lugar donde había
estado su cabaña. Pensaron en llevarse un guacamayo con ellos. Cuando vinieron
como siempre, con los alimentos, entre los dos apresaron a uno de ellos y le
recortaron las alas para que no pudiera volar. Se lo llevaron con ellos
amarrado de una pata.
Estas aves, nunca abandonan a uno de los suyos, así que toda
la bandada siguió a los muchachos hasta la cabaña. En el valle los loros se
transformaron en seres humanos, en chicos y chicas alegres y bellos.
Pasó el tiempo y los niños, ya adultos, se casaron con un
muchacho y una muchacha de esos seres tan hermosísimos. Según cuenta la
leyenda, este es el origen de una raza indígena ecuatoriana.
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