Dentro de las familias campesinas del siglo XVI, el padre de
familia era a la vez esposo y padre, pero sobre todo era el dueño de la casa,
encargado de la vida económica de la misma, de la salud espiritual de su
familia y de la representación del núcleo familiar cara al exterior.
La dueña de la casa cuidaba de la vida doméstica y, por su
función imprescindible como ama de casa, en caso de fallecimiento obligaba al
marido a contraer en seguida segundas nupcias.
Los hijos eran considerados como mano de obra que aportaba
ganancias suplementarias a la casa y solían seguir la profesión del padre. El
primogénito recibía trato especial, mientras que los segundones rara vez
contraían matrimonio, porque éste iba vinculado a la propiedad.
La primera infancia era un breve preludio biológico para
entrar en el mundo de los adultos, al que se accedía a través de la
confirmación, y que se encontraba lleno de peligros para el lactante,
amamantado por la madre en el campo y por nodrizas en las familias burguesas de
la ciudad.
Los recursos educativos de la familia campesina se reducían
a la enseñanza del catecismo en la parroquia y al cuento oral y moralista que
atemorizaba al niño, del tipo del lobo feroz que impedía al niño caminar solo
por el bosque.
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