EL NACIMIENTO DE LOS TEMPLARIOS
Durante el reinado de Balduino II, un francés vino de Roma
para rezar en Jerusalén. Había hecho el voto de no volver nunca más a su país,
y de hacerse monje, después de haber ayudado al rey en la guerra durante tres
años, él y los treinta caballeros que le acompañaban, y de terminar sus días en
Jerusalén.
Cuando el rey y los barones vieron que se habían distinguido
en la guerra, y que habían sido útiles en la ciudad durante su servicio en esos
tres años, aconsejaron a este hombre que sirviese en la Caballería, con
aquellos que estaban con él, en vez de hacerse monjes, para trabajar a favor de
la salvación de su alma y defender estos lugares de los ladrones.
Este hombre, que se llamaba Hugo de Payns, aceptó el consejo;
los treinta caballeros que lo acompañaban se unieron a él. El rey les cedió la
Casa de Salomón para que viviesen en ella, y algunas aldeas para su
subsistencia. Además, el patriarca les cedió algunas aldeas de la Iglesia.
Se les impuso una regla de vida de tipo monástico: no podían
tener mujeres, ni bañarse nunca, no podían poseer nada propio, sino que tenían
que poner todo en común. Y por todas partes estas costumbres comenzaron a
diferenciarse: su reputación se extendió por todos los países hasta el punto
que algunos príncipes reales, reyes, los grandes y humildes, vinieron a unirse
a ellos en esta hermandad espiritual.
Todos los que se convertían en hermanos entregaban a la
comunidad todo lo que poseían: aldeas, ciudades o cualquier otra cosa. Multiplicaron,
desarrollaron y acabaron poseyendo tierras no solo en Palestina, sino
especialmente en los países unidos a Italia y Roma.
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