LA MUERTE DE CONSTANTINO EL GRANDE
En la primavera de 337 Constantino, que estaba preparando una campaña contra los persas, cayó enfermo. Creyendo que iba a morir pidió el bautismo. Lo recibió de manos e Eusebio de Nicomedia, obispo arriano. Después del bautismo se vistió con vestidos blancos y reales que brillaban. Fue acostado en un lecho blanco como la nieve, de la manera que lo exigía el antiguo ritual pitagórico pagano.
A su muerte su cuerpo fue embalsamado y exhibido en el más lujoso de los salones del palacio. Maquillado, coronado de pedrería, envuelto en un manto púrpura recibió durante nueve meses en audiencia a sus súbditos. Cada día los senadores se reunían alrededor del cadáver y le consultaban sus decisiones, los jefes militares le presentaban sus planes de batalla, los administradores del erario le rendían cuentas, todo entre el murmullo de las oraciones de difuntos, el cántico de los salmos y el humo de los incensarios. Obispos, monjes, diáconos y patriarcas se sucedían rezando o consultando los problemas de gobierno.
El emperador continuó reinando de esta manera hasta que llego su hijo Constancio. Entonces condujeron al emperador a su última morada. La comitiva atravesó lentamente los salones dorados y los patios de mármol del palacio imperial. En toda la ciudad reinaba el silencio, solo se escuchaba el sonido de algunos tambores. Despacio, irremediablemente los restos de Constantino el Grande, primer emperador de Roma, se fueron acercando a la Iglesia de los Santos Apóstoles en Turquía, construida para él.
Su mausoleo contiene trece sarcófagos de pórfido (feldespato y cuarzo), uno en memoria de cada uno de los apóstoles, el decimotercero en memoria de Cristo, es el que está reservado para él, que es su representante teocrático (gobierno de los dioses) en la Tierra. El obispo de Constantinopla recitó una oración que decía: “Levántate, señor de la Tierra, el Rey de reyes te espera para el juicio eterno”.
Muchos creen que esta historia forma parte de la leyenda.
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