24 de octubre de 2022

EL CULTO PRIVADO EN LA ANTIGUA ROMA

 

En Roma existía una dualidad religiosa. Por una parte estaban los grandes dioses nacionales a los que el Estado rendía culto público, por otro las divinidades privadas o domésticas que eran veneradas por cada familia.

En el atrio de la casa, la estancia más importante del hogar, había una capillita o una hornacina colocada en la pared, con un altar, donde eran adorados junto a la diosa Vesta, los espíritus protectores del hogar y del fuego. Eran los lares familiares, representados por medio de estatuillas o pinturas murales, a los que se daba un culto especial en los días festivos, y a quienes en todas las comidas diarias se hacían ofrendas. La capilla se llamaba “Lararium”.

Al final de cada comida había que dejar algo en la mesa para los dioses y para los demás protectores divinos de la familia. Todas las celebraciones familiares comenzaban por la ofrenda de perfumes y guirnaldas de flores a estas divinidades. También en los campos cultivados había pequeñas capillas dedicadas a los lares, que velaban por la prosperidad de la hacienda y que como el resto de los dioses exigían culto y ofrendas.

Las familias romanas rendían culto también en sus casas a los penates, dioses protectores de la despensa y de la casa en general. Con el tiempo, a la tríada protectora de la casa compuesta por Vesta, los lares y los Penates se la llamó con el nombre común de lares familiares.

Los manes eran los espíritus de los antepasados muertos, a los que se invocaban para captar su benevolencia, ya que estaba muy arraigada la creencia de que si no había alguien que se acordase de ellos e hiciese ofrendas en sus tumbas y las cuidase, sus almas andarían errantes hasta convertirse en espíritus malignos.

Para evitar el mal, una vez al año en las fiestas funerarias, ofrecían en las tumbas alimentos y bebidas, regalos y flores. Además de rezar cada día y colgar en las paredes de sus casas máscaras de cera de los difuntos.

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