LOS TAIPING
En la década de 1840, China estaba sumida en una hambruna
durante el reinado de la dinastía Manchú. Como el opio daba muchos beneficios,
las potencias europeas lo introducen en China. El emperador estaba en contra y
en el año 1840 se produjo la Primera Guerra del opio entre China y Reino Unido.
En 1856 estalló la Segunda Guerra del Opio contra Francia y Reino Unido. China
es derrotada y condenada a pagar grandes sumas de dinero y ceder algunos
territorios.
En 1851, el pueblo se levantó contra la dinastía Manchú y
surgieron los “taiping”, religiosos nacionalistas que lograron atraer a la gran
mayoría de campesinos chinos del sur del país.
Los taiping repartían las tierras según el tamaño de la
familia, sin consideración de sexos y teniendo en cuenta el número de personas,
cuanto mayor era el número más tierras recibían. Tanto si eran hombres como
mujeres, cada individuo de más de dieciséis años recibía tierra, si quedaba
tierra, las personas de quince años o menos recibían la mitad de una parte.
Todas las tierras se hallaban bajo el cielo y eran
cultivadas conjuntamente por los hombres bajo el cielo. Si la producción era
insuficiente, la dejaban y se dirigían a otra más abundante. Si había miseria
en una zona, llevaban los excedentes de otra zona para que reinase la
abundancia, de esa manera alimentaban a los hambrientos. Compartían todo: el
arroz era consumido por todos, los vestidos los llevaban todos, el dinero lo
gastaban entre todos.
Era obligatorio plantar moreras junto a los muros. Todas las
mujeres debían criar gusanos de seda y tenían que tejer y confeccionar prendas
de vestir.
Cada familia, sin excepción, tenía cinco gallinas y dos
cerdas. Durante la cosecha, el jefe de sección asesoraba al jefe de equipo para
la reserva de la cantidad de grano que fuera necesario para sus veinticinco
familias y entregaba el resto al granero público. La misma regla se aplicaba al
trigo, a las judías, al cáñamo, a los tejidos, a la seda, a los pollos, a los
perros, etc.
Nadie podía poseer una propiedad privada, ya que todo
pertenecía a Dios, de modo que sólo Él podía disponer de todas las cosas.
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