13 de noviembre de 2015

EL FRAUDE DE LOS DIAMANTES


Philip Arnold (1829-1878) era un aprendiz de sombrero con muy poca formación que se alistó en el ejército para participar en la guerra contra México. Cuando acabó la guerra, se fue a California en plena fiebre del oro. No tuvo mucha suerte, por lo que regresó a su ciudad natal, Kentucky, se compró una granja y se casó.

En 1870 regresó al Oeste como minero, y en sus ratos libres, buscaba oro. Con su primo John Slack, se hizo con algunos diamantes industriales de su amigo James B. Cooper, que en ese momento era ayudante de contable en la Diamond Drill Company de San Francisco. Mezclaron esos diamantes con granates, rubíes y zafiros que compraron a los indios de Arizona y, con ese surtido se fueron a las oficinas de George D. Roberts, a quien convencieron de que esas piedras preciosas las habían extraído de un yacimiento del que sólo ellos sabían la ubicación.

Pidieron a Roberts que guardara las gemas en su oficina. Pero como habían previsto, Roberts fue incapaz de guardar el secreto y se lo contó a algunos amigos, entre ellos a William C. Ralston, fundador del Banco de California, a Asbury Harpending, William Lent y al general S. Dodge.

Juntos hicieron una oferta de compra a Arnold y Slack y les dieron un anticipo de cincuenta mil dólares. Los estafadores utilizaron ese dinero para ir a Inglaterra y comprar más piedras sin cortar por valor de veinte mil dólares. Algunas de ellas las utilizarían a su vuelta a California para convencer aún más a Roberts y su grupo de inversión. Otras se leas reservaron para esconderlas en algún momento y descubrirlas en el futuro.

Mientras tanto, Ralstom y los demás mandaron una muestra de las gemas a Nueva York para que las tasase el joyero Charle Lewis Tiffany. Este montó una reunión de posibles inversores en la oficina de Samuel Barlow, un prestigioso abogado. En esa reunión acudieron entre otros; Benjamin Franklin Butler, Horace Greeley, George B. McClellan.

Al final, Tiffany tasó el valor de las gemas en ciento cincuenta mil dólares. Con esto, los inversores dieron un nuevo anticipo de cien mil dólares a Arnold, que se volvió a marchar a Londres a comprar ocho mil dólares de piedras sin tallar. Con eso mantenía el interés de los inversores.

Llegó un momento en que los inversores quisieron visitar el yacimiento de donde salían esas preciosidades. Arnold y Slack pusieron sus diamantes en un lejano paraje al noroeste de Colorado. El viaje hasta el supuesto yacimiento fue toda una odisea. Por fin el 4 de junio de 1872, todo el grupo alcanzó el punto donde se encontraban las piedras. Los inversores empezaron a cavar, durante más de una hora, no dejaron de encontrar más y más piedras preciosas.

Convencidos en que tenían ante sí el negocio del siglo, cuando regresaron entregaron a Arnold y Slack cincuenta mil dólares por los derechos que todavía tenían y en compensación por cualquier reclamación que pudiera surgir en el futuro.

El engaño no se descubrió hasta octubre de 1872, cuando un equipo de inspectores gubernamentales, dirigido por el geólogo Clarence King de la Universidad de Yale, inspeccionó el yacimiento y llegó a la conclusión que se trataba de un fraude. Se desplazaron a San Francisco a informar a Ralston y a los demás inversores.

Mientras tanto, Arnold empleó el dinero para compara un edificio de dos plantas en Elizabethtown, y una granja de quinientos acres, todo escriturado a nombre de su mujer. En 1873, Arnold decidió entrar en la banca, comprando una institución financiera. En 1878 se vio implicado en una pelea con otro banquero de la ciudad que acabo con unos disparos de escopeta, Arnold salió herido en un hombro. Murió seis meses después de neumonía, tenía cuarenta y nueve años.

Este caso de fraude se conoció como “El fraude de los diamantes”.

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