TORTURAS EN LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA
La tortura empleada en la inquisición en España (1478-1821),
tenía lugar cuando el reo entraba en contradicciones con su declaración
anterior, cuando reconocía una acción torpe pero negaba su intención de herejía
y cuando realizaba sólo una confesión parcial. Los medios utilizados fueron
tres: la garrucha, la toca y el potro.
La garrucha consistía en sujetar a la víctima los brazos
detrás de la espalda, alzándole desde el suelo con una soga atada a las
muñecas, mientras de los pies colgaban unas pesas. En esa posición era
mantenido durante un tiempo. A veces soltaban la cuerda, que colgaba de una
polea, de golpe y le dejaban caer.
La toca, o tortura del agua, consistía en subir al reo a una
especie de escalera, luego lo doblaban sobre sí mismo con la cabeza más baja
que los pies. Situado así, se le inmovilizaba la cabeza para introducirle por
la boca una toca o venda de lino, a la que fluía agua de una jarra con
capacidad de más de un litro. La víctima sufría una sensación de ahogo,
mientras de vez en cuando le retiraban la toca para obligarle a confesar.
Cuanto más severo era el castigo, más jarras le hacían consumir, en ocasiones
seis u ocho.
Cuando las dos formas anteriores cayeron en desuso y fueron
reemplazadas por el potro, al que era atada la víctima. Con la cuerda alrededor
de su cuerpo y en las extremidades, el verdugo daba vueltas a un dispositivo
que progresivamente la ceñía, mientras el reo era advertido de que, si no decía
la verdad, seguiría el tormento, dándole varias vueltas más.
Las confesiones obtenidas durante el tormento no eran
válidas por sí mismas, debían ser ratificadas, fuera de él, en las veinticuatro
horas siguientes. El desarrollo de la tortura era registrado por los
secretarios, incluidos los quejidos y exclamaciones que gritaban las víctimas.
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