TALLEYRAND Y EL QUESO BRIE
Durante la celebración del Congreso de Viena, donde reyes, emperadores y diplomáticos bailaban y se divertían al mismo tiempo que arreglaban la carta de Europa, el príncipe de Talleyrand, representante de Francia, llamó la atención por su fastuosidad y ostentación.
A diario tenía la mesa puesta para quien quisiera compartir su comida. Ésta era siempre exquisita, y además era una norma que en dichos banquetes las ingeniosas conversaciones se dieran la mano elogiando las bondades de la comida.
En uno de esos banquetes, después de haber abordado algunos temas políticos de forma rápida y prudente, se entabló entre los comensales una discusión mucho más amena, sobre asuntos gastronómicos en la que cada cual ensalzaba la suculencia de los alimentos de sus países.
Cuando le tocó el turno al queso, lord Castlereagh, elogió el Stilton de Inglaterra; Alvim, el strachino de Milán; Zeltner, el sabroso queso de Emmenthal; el barón de Falk, ministro de Holanda, exaltó las excelencias del queso Limburg, al que Pedro el Grande, antes de comerlo lo medía con un compás.
Ninguno quería ceder a los demás…
El príncipe de Talleyrand mientras todos discutían, estaba en silencio.
De repente entró un lacayo anunciando que acababa de llegar el correo de Francia.
-¿Qué trae? -le dijo el príncipe.
-Despachos de la Corte y…
-¿Qué más?
-Una caja con quesos de Brie.
-Está bien. Que lleven el correo a la Cancillería y que nos sirvan al momento un queso de los que acaban de llegar.
El cronista añade: “Puesto el queso en la mesa se pinchó en el centro con un cuchillo y brotó una crema pura y estimulante. No hubo discusión, la prueba estaba hecha. Todos los sufragios fueron para el queso francés.
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