
Aunque su uso era conocido desde muy antiguo, el nombre proviene de una tradición que lo atribuye a Eumenes II, rey de Pérgamo (siglo II a.C.). El pergamino entró con fuerza en el mundo de la escritura, y se afianzó en los siglos III-IV d.C., con el cambio de formato del rollo al códice (de manuscrito enrollado al encuadernado en forma de libro).
En la Edad Media europea el códice de pergamino triunfaba en palacios y monasterios, el uso del papiro fue disminuyendo, aunque todavía se usó en las cancillerías carolingias y en la curia romana. El último papiro conocido es un documento emitido por la curia del papa Víctor II en 1057.
El éxito del pergamino sobre el papiro fue que era más asequible, pues el papiro que crece en las zonas húmedas de Egipto, tenía un precio prohibitivo, en una época en que las vías de comunicación eran muy precarias, y el comercio a tan larga distancia casi inexistente, cosa que se agravaría con la invasión árabe de Egipto.
La materia prima del pergamino era fácil de conseguir, además de muchas otras ventajas entre ellas que soportaban mejor los pigmentos al ser más tupido, a pesar de ser menos flexible, y más pesado que el papiro. Además se podía reutilizar borrando lo escrito.