24 de marzo de 2024

UNA HISTORIA DE MADAME D'AULNOY


Marie-Catherine le Jumelle de Barnerville, baronesa D’Aulnoy, conocida como Madame D'Aulnoy, (1651-1705) fue una escritora francesa, además de ser conocida por sus cuentos de hadas, también lo es por su relato del viaje a España, escrito en 1679. 

Sobre una historia que vivió visitando Madrid, dijo:

"Hace poco que ha ocurrido una funesta aventura a una joven de calidad llamada Dª. Clara. Su corazón no pudo resistir al mérito del Conde de Castrillo, cortesano de agudo ingenio y excelente figura. Le había agradado este caballero sin proponérselo, por lo que él ignoraba el afecto que le tenía y no se cuidaba de ello.

Aunque el padre de dicha joven estaba ausente, no disfrutaba aquélla de mayor libertad, porque su hermano D. Henríquez, a quien su padre se la había encargado, la vigilaba constantemente. No podía hablar a aquel a quien amaba, lo que constituía para ella el martirio de sufrir sin quejarse y sin compartir por lo menos su pena con quien la causaba.

Se resolvió por fin a escribirle y buscar algún medio para enviarle la carta; pero como este asunto era para ella de suma gravedad, titubeaba en la elección de una confidente, y estuvo así algún tiempo hasta que se fijó en una amiga suya que siempre le había demostrado el mayor cariño; sin más vacilaciones, escribió una carta muy conmovedora al Conde de Castrillo y se dirigía a casa de su amiga para rogarle que se la diese al caballero, cuando le vio pasar cerca de su silla.

Este encuentro avivó en ella el deseo que tenía de comunicarle sus sentimientos, y, resolviéndose de pronto, le arrojó el billete aparentando que uno acababa de dársele al pasar. —Sabed, caballero, dijo en voz alta y como enojada, que no consiento que se dirijan a mí con tales pretensiones. Ahí tenéis vuestro billete, que ni abrirlo quiero.

Sobrado ingenio tenía el Conde para comprender la favorable intención de la hermosa dama, por lo que recogiendo el papel cuidadosamente. No os quejaréis, señora, dijo, de que no he aprovechado sus consejos, y se retiró para leer una carta que tanto placer había de le causaría.

Se informó así de las intenciones de Dª. Clara y de lo que se necesitaba hacer para verla. A nada faltó y se prendó perdidamente de ella, por lo que con razón se tuvo por uno de los caballeros más afortunados de España. Aguardaban con impaciencia el regreso del padre de Dª. Clara para proponerle el casamiento, que al parecer había de agradarle mucho.

Pero por más precauciones que tomaron los jóvenes amantes para establecer y que durara un comercio que era la felicidad de su vida, el suspicaz y vigilantísimo Henríquez descubrió la intriga. La creyó criminal, y en el arrebato de furia, sin dejar traslucir nada, penetró una noche en la habitación de la desdichada Dª. Clara, y mientras dormía la estranguló con toda la barbarie imaginable.

Sin embargo, aunque se conocía al autor de tan malvada acción, no le persiguió la justicia, porque D. Henríquez tenía gran fama, y como la pobre joven no tenía otros parientes que los de su hermano, la familia no quiso aumentar una desgracia de suyo tan enorme. Después de su crimen fingió Henríquez hacerse muy devoto; no se presentaba en público, oía la misa en su casa y veía a poquísima gente. Temía que el Conde de Castrillo, que no ocultó su desesperación, de la cual había dado testimonios patentes, vengase al fin a su amada.

Buscaba las ocasiones con el mayor cuidado, pero después de intentar inútilmente todos los medios que pudo discurrir, acertó con uno que le dio buen éxito. Se disfrazó de aguador.

Éstos cargan un borrico con grandes cántaros de agua que llevan por la ciudad; van vestidos de bayeta ordinaria, con las piernas al aire y zapatos o alpargatas. Nuestro amante, disfrazado de esa manera, permanecía todo el día apoyado en el pilón de una fuente, cuyas aguas aumentaba con sus abundantes lágrimas, porque dicha fuente estaba enfrente de la casa en que tan a menudo vio a su querida y hermosa Clara y allí vivía el inhumano Henríquez.

Como el Conde tenía los ojos clavados en la casa, distinguió que estaba entreabierta una de las ventanas y que su enemigo se acercaba, con un espejo en la mano en el que se miraba. Al punto, el astuto aguador le arrojó huesos de cerezas, como en broma, y habiéndole dado algunos en la cara, ofendido D. Henríquez por la insolencia del que creía mísero aguador, arrastrado por un movimiento de cólera, bajó solo para castigarle.

Pero apenas bajó a la calle, el Conde, dándose a conocer y sacando una espada que tenía oculta. —Traidor, exclamó, defiende tu vida. La sorpresa y el espanto se apoderaron de tal modo de D. Henríquez, que sólo acertó a pedirle perdón, que no pudo alcanzar del irritado amante, quien vengó la muerte de su amada en el que tan cruelmente la había hecho perecer. Difícil le hubiera sido al Conde escapar, habiendo dado tal golpe frente a la casa de un hombre de viso y que tenía gran número de criados.

Pero en el momento en que todos iban a echarse sobre el Conde, tuvo la fortuna de que pasara el Duque de Uceda con tres amigos. Salieron en seguida de su carroza y le auxiliaron con tanta oportunidad, que se escapó, sin que aún se sepa dónde está. Me intereso porque le conozco y es un hombre honradísimo”.

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