30 de enero de 2012

LOS POLVOS DE LA CONDESA



Volteaban las campanas, y los monjes de las cuatro comunidades religosas alzaban su voz en coros y claustros. Nada dejaba, en fin, de hacerse en el orden sagrado para que Dios salvase la vida de la señora condesa de Chinchón, gravemente enferma de fiebres palúdicas.

Era una tarde de junio de 1631, en la hermosa ciudad de Lima. En el orden profano también se ponía en movimiento cuanto era preciso. Los médicos atendían a la condesa, y uno de ellos, el doctor Juan de Vega, eminencia española, recién llegado al Perú desde su tierra catalana, considerando irremediable el próximo fin de su ilustre señora, así se lo hacía saber al marido de esta, el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernandez de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de Perú.

La enfermedad que aquejaba a su joven esposa, doña Francisca Enríquez de Rivera, con la que había entrado en Lima dos años antes, era la fiebre conocida con el nombre de tercianas o paludismo, endémica en el valle de Rimaz, que solía causar verdaderos estragos en los españoles recién llegados al país.

El conde de Chinchón estaba inconsolable. Con el más vivo dolor pintado en el rostro, paseaba arriba y abajo por uno de los salones de Palacio, absorto en sus tristes pensamientos, clamando para si desesperadamente: ¡Un milagro, Dios mio, haz un milagro!

Venía ejerciendo el conde su virreinato desde 1629 y su mandato concluyó en 1639. Fue este un período turbulento, pues el pirata holandés Pata de palo y algunos navíos portugueses amenazaban la costa y cometían frecuentes actos de bandilaje, lo que obligaba a la escuadra española a una constante actividad y a mantener los puertos del Perú en estado de alarma.

Además hubo que enviar varias expediciones militares contra los araucanos y contra algunas tribus del Paraguay, Tucumán y Puno.

La situación económica presentaba también dificultades, ya que el gobierno de Madrid exigía mayores cantidades cada vez y estas habían de salir de gabelas e impuestos, pues las antiquísimas riquezas de Potosí y Huancavélica comenzaban a decaer.

Ahora el virrey seguía atribuladísimo y repetía constantemente: ¡Un milagro, Dios mio, haz un milagro!

En esto sonó una voz en la puerta de la estancia y apareció un sacerdote jesuíta, quien acercándose al virrey afirmó:

-Se salvará la condesa, excelentísimo señor.

En efecto a los pocos días la virreina conseguía sanar y con este motivos se dió en Palacio una gran fiesta, a la que asistieron las principales personalidades de la sociedad limeña.

La curación se debió a la cascarilla del árbol de la quina, cuyas virtudes terapéuticas contra las tercianas quedaron demostradas con evidencia.

El origen del descubrimiento se debió a un indio llamado Pedro de Leyva, que en pleno acceso febril bebió agua de un remanso a cuya orilla crecían algunos árboles de aquella especia. El indio hizo probar a otros enfermos el remedio, entre ellos a un jesuíta, quien raspando la corteza de la quina obtuvo los polvos curativos.

La curación de doña Francisca propagó el conocimiento de la droga, que fue estudiada por botánicos y terapeutas.

Linneo clasificó la quina y dio el nombre de chinchona como homenaje a la virreina. Pronto se extendió su uso por Europa, donde llamaron al medicamento, lo mismo que el pueblo peruano, polvos de la condesa.

RICARDO PALMA-TRADICIONES PERUANAS

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