ENRIQUE IV DE CASTILLA Y BLANCA II DE ARAGÓN
A los dieciséis años, Enrique IV de Castilla (1440-1453),
siendo aún príncipe heredero, se casó con la infanta Blanca II de Navarra
(1424-1464). Los cronistas de la época contaron con todo lujo de detalles el
primer encuentro sexual de la pareja. En esa época era normal que esa primera
noche de amor se consumara con varios testigos, era cuestión de Estado.
A los nuevos esposos les acompañaban hasta la habitación un
grupo bien seleccionado de miembros de la corte que se quedaban allí mirando
durante todo el acto. Una vez finalizado, uno de los testigos quitaba la sábana
de la cama, que debía estar manchada con la sangre de la desfloración, y salía
al salón contiguo, donde esperaban ansiosos los padres de los esposos y el
resto de la corte.
Allí exponían la sábana públicamente, dando fe de que el
matrimonio se había consumado, al mismo tiempo se aseguraban de que la mujer
era doncella.
En el caso de Enrique y Blanca no fue así, después de varios
intentos todo fue inútil. El matrimonio duró trece años y termino en nulidad
por la imposibilidad de tener descendencia. Con un dato clave en la sentencia
de nulidad que decía que los reyes solo convivieron durante tres años, ya que
Enrique rehuía cualquier relación con su mujer. Durante esos años, no se logró
ninguna relación sexual normal, a pesar de que lo habían intentado con
verdadero interés, añadiendo toda clase de remedios de muchos lugares del
mundo, además de oraciones de todo tipo. Ella fue repudiada.
Sobre el problema hubo muchas teorías: que él era muy viril
y era aficionado a prostíbulos de Segovia, que la culpa era de Blanca e incluso
que él era homosexual. Por supuesto, corrían por las tabernas, mercados, calles
y fiestas coplas y chascarrillos contando las penurias sexuales de la pareja. Todo
ello llevó a que se le conozca con el apodo del impotente.
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