Durante la Edad media existieron leproserías grandes y
pequeñas, a veces, cuando la comunidad interesada en crear una era reducida, se
asociaba con otras parroquias. Una pequeña leprosería podía constar de un
edificio con un dormitorio, un comedor y una cocina. En las cercanías de las
grandes aglomeraciones, su tamaño era mucho mayor, llegando a tener a su
alrededor bosques y tierras para el uso de los enfermos. En algunos lugares de
España, cada leproso disfrutaba de una habitación, una cocina, un pozo y un jardín.
Los requisitos para la admisión de los enfermos eran muy
estrictos, a causa de la necesidad de limitar su número para no incrementar los
gastos. Las plazas se reservaban a los habitantes del lugar en que se
encontraba la construcción o de las cercanías. A finales del siglo XIV, en
París se prohibió el ingreso a los leprosos no nacidos ni domiciliados en la
capital. Poco después, se requería también el origen parisiense de sus padres.
Una vez aceptado en la leprosería, el enfermo, bajo pena de
expulsión, debía aceptar las reglas; podían mantener su mobiliario y trabajar
la tierra asignada, pero les estaba prohibido traspasar los límites de la
leprosería y la cohabitación con personas sanas. Tampoco se les permitía
contraer matrimonio, salvo con otros enfermos.
A los leprosos se les prohibía entrar en las iglesias,
hogares, molinos, mercados. Tampoco podían asistir a las asambleas del pueblo,
ni lavar sus manos o sus útiles en las fuentes y ríos públicos. No se les
permitía andar sin sus ropas de leproso ni sin sus tejuelas; ni tocar, a no ser
con un bastón, cualquier cosa que deseara comprar. Ni charlar con los
caminantes, ni responderles, sino a una distancia prudencial; ni rozar, sin guantes,
los objetos religiosos; ni acariciar a los niños, ni obsequiarles con ningún
regalo; ni comer o beber en compañía.