24 de septiembre de 2022

THÉOPHILE GAUTIER EN EL ESCORIAL



Théophile Gautier fue pintor, dramaturgo, poeta, periodista, fotógrafo, además fue un incansable viajero. En mayo de 1840, junto a un amigo emprendió un viaje por España. Sobre ello escribió un libro en 1843 llamado “Tra los montes”.

Sobre su visita al Escorial escribió:

“El Escorial está colocado a siete u ocho leguas de Madrid, no lejos de Guadarrama, al pie de una cordillera. No hay nada más árido y desolador que el campo que es necesario atravesar para llegar hasta allí. Ni árboles ni casa: sólo grandes cuestas que se enlazan unas con otras; arroyos secos que la presencia de sus puentes indica como lechos de torrentes y más o menos lejos grupos de montañas azules coronadas de nieve o rodeadas de nubes. El paisaje no da sensación de grandiosidad; la ausencia de toda vegetación marca una severidad y una franqueza extraordinaria al paisaje.

En el espacio de ocho leguas no se encuentra nada, hasta que al final de una cuesta nos encontramos con una casa aislada, en frente de la cual hay una fuente que filtra gota a gota un agua pura y helada. En seguida se divisa, recortándose en el fondo nebuloso de las montañas, El Escorial, ese Leviatán de la arquitectura. Desde lejos resulta muy bello: parece un inmenso palacio oriental; con cúpulas de piedra y bolas que rematan todas las agujas. La primera cosa que me sorprendió fue la enorme cantidad de golondrinas y vencejos que surcan el aire en numerosas bandadas, lanzando gritos agudos y estridentes.

Todo el mundo sabe que El Escorial fue erigido por Felipe II para cumplir un voto hecho durante el sitio de San Quintín, en el que se vio obligado a bombardear una iglesia de San Lorenzo. Entonces ofreció indemnizar al Santo con otra iglesia más hermosa y mayor y cumplió su palabra mejor que suelen cumplirla los reyes de la tierra. El Escorial, comenzado por Juan Bautista de Toledo y terminado por Herrera, es seguramente después de las Pirámides de Egipto, la más enorme mole de piedra que existe en la tierra. En España le llaman la octava maravilla —sabido es que cada país tiene su octava maravilla — lo cual da por lo menos un conjunto de treinta octavas maravillas en el mundo.

Realmente me siento apurado para dar mi opinión sobre El Escorial. Ha habido tantas personas serias y famosas (a mí me parece que tal vez no lo han visto) que lo han descrito como una obra maestra y un supremo impulso del genio humano, que yo, un pobre diablo publicista, errante, daría la sensación de querer ser original al llevar la contraria a la opinión común, pero a pesar de todo digo en conciencia, que juzgo a El Escorial como el monumento más abrumador y más melancólico que puedan soñar, para mortificación del prójimo, un fraile lúgubre y un tirano suspicaz.

El Escorial tiene forma de parrilla, en honor de San Lorenzo; cuatro torres cuadradas representan los pies del instrumento de tortura; cuerpos de edificios unen a estas torres entre sí, formando un cuadro; otras edificaciones transversales simulan las barras de la parrilla. La iglesia y el palacio están construidos en el mango. No es que yo censure la puerilidad del simbolismo, muy dentro del gusto de la época, pero estimo que pudieron haber hecho mejor uso de él. Las personas enamoradas de la sobriedad en la arquitectura verán en

El Escorial un modelo perfecto, pues en él no se emplean más líneas que las rectas, ni más estilo que el orden dórico: el más pobre y más triste que existe. Es el ideal del cuartel y del hospital y su gran mérito consiste en ser de piedra. Mérito insignificante, puesto que a pocos pasos se confunde con la tierra gris. Como remate ostenta en lo alto una pesada cúpula gibosa, cuyo único adorno consiste en unas cuantas bolas de granito. Los cuerpos del edificio tienen el mismo estilo, con muchas ventanitas sin ningún adorno. Los alrededores del monumento están embaldosados y sus límites se marcan por muros bajos, de tres pies de alto, adornados con las inevitables bolas en accesos y esquinas.

La fachada es gigantesca. Se entra por un patio muy grande, en cuyo fondo se ve el pórtico de la iglesia, poco interesante, salvo unas estatuas de gran tamaño de los profetas, con ornamentos dorados y las caras coloreadas. El patio de baldosas es frío y húmedo y la hierba crece entre ellas. Ya en él nos invade un aburrimiento que pesa sobre nosotros como una capa de plomo. El corazón queda sobrecogido y parece que todo termina y que toda alegría se aleja.

El olor frío e insípido de agua bendita y de caverna sepulcral, que se advierte al entrar en la iglesia, llega a nosotros como una corriente de aire llena de pleuresías y catarros. Parece como si la médula se pegase al hueso y el calor de la vida no hubiera de volver a confortarnos. Aquellos muros impenetrables, como los de un panteón, no pueden dejarse traspasar por el aire de los vivos de ninguna manera. Pues bien; a pesar de este frío claustral y ruso, lo primero que vi al entrar en la iglesia fue una mujer arrodillada, que se golpeaba el pecho con una mano, mientras con la otra se abanicaba con parecido frenesí.

El interior de la iglesia es melancólico y árido; enormes pilastras de granito salpicado de mica como la sal de un guiso se elevan hasta la bóveda, pintada al fresco, en tonos azules y vaporosos, que van muy mal al color frío y pobre de la arquitectura; el retablo es de talla, con molduras a la española y pinturas admirables que compensan un poco la desnudez del decorado, en el que triunfa sobre todo una simetría verdaderamente insulsa.

A uno y otro lado del retablo hay dos esculturas en bronce dorado, arrodilladas, que parece ser que representan a don Carlos y a unas princesas de la familia real; tienen un gran empaque y resultan bien. La sala Capitular frente al altar mayor, es ya por sí sola una iglesia enorme. Allí vimos el sitio donde durante catorce años se sentaba el sombrío Felipe II, aquel rey nacido para gran inquisidor. Su sillón ocupa una de las esquinas y detrás de él hay una puerta practicada en el muro, que comunica con el interior del templo.

Aunque nunca presumí de devoto, jamás pude entrar en una catedral gótica sin experimentar una emoción extraordinaria y misteriosa, sin el temor vago de hallar tal vez detrás de una columna al mismo Padre Eterno con su barba plateada, su manto de púrpura y su vestimenta azul, vigilando las oraciones de los fieles. Pero en el Monasterio de El Escorial, lo único que pude sentir es lo abrumador, lo aplastante, hasta el punto de creer que los mortales nos hallamos bajo un poder inflexible y triste que hace inútil toda oración. El Dios de un templo así no se dejará nunca enternecer”.

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