30 de noviembre de 2020

WERNER FRANZ Y EL HINDERNBURG

 

Con 245 metros de largo y 40 metros de ancho, el LZ 129 Hindenburg era el objeto volador más grande que se había construido jamás, pero el 6 de mayo de 1937 quedó reducido a chatarra en 37 segundos. La aeronave llena de hidrógeno era el transporte más exclusivo. El desastre causó la muerte de 36 personas. Las razones de la tragedia todavía se desconocen.

Al margen de las vidas perdidas, hubo historias increíbles de algunos supervivientes como la de Werner Franz, grumete de 14 años. En 1936 Franz, que vivía en la Alemania nazi, vio cumplido su sueño de enrolarse en el Hindernburg. Su trabajo consistía en lavar platos, preparar mesas y encargarse de cualquier tarea que se le pidiese, no importaba que tuviera que atravesar peligrosas vigas de la estructura de la nave. En la tarde de la desgracia, Franz estaba trabajando en el comedor de oficiales cuando vio los rascacielos de Nueva York pasar bajo sus pies.

Después de esperar a que el mal tiempo despejara en Lakehurst, el destino en Nueva Jersey al que se dirigían, el capitán Max Pruss ordenó que se iniciara la maniobra de aterrizaje. Franz continuó con sus labores. Según el protocolo, debería haberse desplazado junto con el resto de la tripulación a la proa de la nave para actuar como lastre, pero no lo hizo, estaba muy ocupado, eso le salvó la vida.

Mientras los motores del Hindenburg se detenían, se tiraban cabos desde la nave a tierra para atar al dirigible a una torre de amarre. Sin embargo, cuando estaba todavía a 60 metros, comenzaron las llamas en la popa cerca de los alerones. A medida que el inflamable hidrógeno salía al exterior, la cola del aparato caía a tierra. En pocos segundos, un infierno consumiría toda la nave. Franz sintió la sacudida del dirigible. El Hindenburg se desplomaba. Salió corriendo por el pasillo y de repente se encontró con un muro de llamas que le obligó a volver sobre sus pasos. Cuando parecía que iba a morir calcinado, un tanque de lastre de agua reventó sobre su cabeza, empapándolo y apagando las llamas que le amenazaban. Entonces Franz se dio cuenta de que cerca de él había una escotilla cubierta de tela por la que se cargaban las provisiones.

El fuego consumía la nave, haciéndola descender sobre el morro, lo cual dio a Franz una oportunidad. De un puñetazo abrió la escotilla y saltó al vacío. Por suerte, lo hizo cuando la nave estaba a menos de seis metros del suelo. En cuanto tocó tierra, Franz echó a correr, huyendo del esqueleto en llamas que se desplomaba a su espalda.

Al día siguiente de la catástrofe, consiguió que le dieran permiso para examinar los escombros del zepelín en busca del reloj de bolsillo de su abuelo, que había dejado en su litera. Lo encontró y a pesar de todo, funcionaba.

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