5 de junio de 2018

EL AYUNO EN EL SIGLO XVIII


En el siglo XVIII se ayunaba de la siguiente manera:

Entre las doce y la una se comía una sopa, puchero, más o memos aderezado con distintas substancias, según la ocasión que se ofrecía y según la riqueza de la familia. A las cuatro se merendaba. Se tomaba poca cosa y la merienda era más habitual que solo la hicieran los niños de la casa.

A las ocho cenaban a base de asado, platos intermedios, ensalada y postres. Después se jugaba a las cartas y se iban a acostar.

Algunos de los alimentos que se tenía por costumbre comer en los días de ayuno:

A la hora de comer, se tomaba todo lo que se podía; pero el pescado y las legumbres se digieren pronto, y antes de las cinco, ya tenían hambre, por lo que se aguardaba con impaciencia y se miraba el reloj constantemente.

Sobre las ocho, en lugar de una suculenta cena se presentaba la “colación”, palabra que proviene del claustro, porque al anochecer los frailes reunidos, conferenciaban sobre textos de los padres de la iglesia y estaba permitido tomar un vaso de vino.

En la colación no se podía servir manteca, huevos, ni ninguna cosa que hubiese tenido vida. Se conformaban con ensaladas, frutas y dulces, manjares poco sustanciosos. Todo esto se llevaba con paciencia por amor al cielo, durante toda la Cuaresma se seguía la misma regla. Tiempo después, se solventó el problema del apetito en días de ayuno, permitiendo el pescado con caldo corto, sopas de hierbas y raíces, y pasteles hechos con aceite.

Con el paso de los años, observaron que el ayuno irritaba, producía dolor de cabeza e impedía dormir, así que todas las indisposiciones leves que se padecían se culpaba al ayuno. Por esa razón, unos no ayunaban porque se creían enfermos, otros porque lo habían estado y algunos por miedo a ponerse indispuestos, como resultado, cada día menos personas siguieron con los ayunos y colaciones.

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